Me pasa todos los días. Es un elemento constante en las pláticas que tengo con familiares, amigos o clientes. Todo el mundo se pregunta cómo será el futuro, cómo cambiará la vida, qué nos espera al finalizar la pandemia, y un montón de preguntas más en el mismo sentido.
Es natural, se publican tantas cosas sobre un posible derrumbe en la economía, el desempleo masivo, la vacuna universal, nuevas medidas para viajar, la segunda ola de contagios, etc., que el instinto natural de supervivencia se dispara para ponernos en alerta. Nada malo si es únicamente eso, una alerta, un aviso que nos hace voltear al presente y atender lo que hacemos hoy, porque en realidad es lo único que podemos controlar por completo.

Las medidas individuales que tomemos ahora, todas las rutinas que diseñemos y las cosas que ajustemos son en gran medida lo que nos garantiza un futuro, bueno o malo, pero por lo menos la oportunidad de tenerlo.
Jugar a adivinar el futuro es divertido, pero en sentido práctico casi siempre es una pérdida de tiempo. La humanidad ha sido ineficaz para hacer predicciones certeras en todos los terrenos de la vida. Las proyecciones generalmente se quedan cortas o se exceden a tal grado que se convierten en inútiles. Por eso es que el futuro no se fantasea, se construye, y la mejor manera de hacerlo es aprendiendo del pasado para evitar caer en los mismos errores.

Si revisamos bien la historia, nos damos cuenta que lo que estamos viviendo no es una situación nunca antes vista, y que por dura que parezca, no modificará radicalmente la condición humana, a pesar de cambiar algunos paradigmas.
Las respuestas a todas las preguntas se encuentran donde siempre han estado: en nuestra calidad humana, en nuestra capacidad de aprender, de crear, colaborar y crecer.